collettivo culturale tuttomondo Remedios la bella era già la creatura più bella che si fosse mai vista
Appena si affacciava all’adolescenza Remedios la bella era già la creatura più bella che si fosse mai vista a Macondo.
Era di una bellezza inquietante tanto che Ursula non la faceva uscire di casa se non per andare a messa ma costringendola comunque a coprirsi la faccia con uno scialle nero. Gli uomini frequentavano la chiesa con l’unico proposito di vedere anche solo per un attimo il viso di Remedios della cui avvenenza leggendaria si parlava con un fervore rimescolante in tutta la palude. Passò molto tempo prima che ci riuscissero e meglio sarebbe stato per loro che l’occasione non fosse mai giunta perché la maggior parte di loro non poté mai più ricuperare la tranquillità del sonno.
In realtà, Remedios la bella non era un essere di questo mondo. Pur molto avanti nella pubertà, non sapeva badare a se stessa e, anche quando cominciò a farlo, bisognava comunque sorvegliarla perché non disegnasse pupazzetti sui muri con un bastoncino intinto nella sua stessa cacca. Compì i venti anni senza saper né leggere, né scrivere, né servirsi delle posate a tavola, e girava nuda per la casa perché la sua natura si opponeva a qualsiasi tipo di convenzionalismo. Gli uomini non riuscirono mai a capire che non era una criminale provocazione la sfacciataggine con la quale si scopriva le cosce per sopportare meglio il caldo, e il gusto col quale si succhiava le dita dopo aver mangiato con le mani.
Remedios la bella emanava un alito di conturbamento e una raffica di angoscia: gli uomini affermavano di non aver mai sofferto un’ansietà simile a quella che produceva l’odore naturale di Remedios.
Dopo la morte di quattro uomini che erano in qualche modo entrati a contatto con Remedios si cominciò a pensare che ella avesse poteri di morte. Benché certi uomini dalla parola facile si compiacessero di affermare che valeva la pena di sacrificare la vita per una notte d’amore con una donna così conturbante; la verità era che nessuno mosse un dito per cimentarvisi.
Forse, non solo per farla capitolare ma altresì per scongiurarne i pericoli, sarebbe bastato un sentimento tanto primitivo e semplice, come l’amore, ma quella fu l’unica cosa che non venne mai in mente a nessuno.
Remedios la bella rimase così a vagare per il deserto della solitudine e nei suoi profondi e prolungati silenzi senza ricordi, fino ad un pomeriggio di marzo in cui Fernanda volle piegare in giardino le sue lenzuola di fiandra e chiese aiuto alle donne di casa, tra cui Remedios che,mentre piegava le lenzuola, improvvisamente cominciò a sollevarsi verso il cielo e a salutare con la mano tra l’abbagliante palpitare delle lenzuola che salivano con lei e si perdevano per sempre nelle alte arie dove non potevano raggiungerla nemmeno i più alti uccelli della memoria.
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Gabriel García Márquez, Cent’anni di solitudine
La suposición de que Remedios, la bella, poseía poderes de muerte, estaba entonces sustentada por cuatro hechos irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de palabra se complacían en decir que bien valía sacrificar la vida por una noche de amor con tan conturbadora mujer, la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo.
Tal vez, no sólo para rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo, y simple como el amor, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió a ocuparse de ella. En otra época, cuando todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el mundo, procuró que se interesara por los asuntos elementales de la casa. “Los hombres piden más de lo que tú crees”, le decía enigmáticamente. “Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por pequeñeces, además de lo que crees.” En el fondo se engañaba a sí misma tratando de adiestrarla para la felicidad doméstica,, porque estaba convencida de que, una vez satisfecha la pasión, no había un hombre sobre la tierra capaz de soportar así fuera por un día una negligencia que estaba más allá de toda comprensión. El nacimiento del último José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones por la bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera un milagro, y que en este mundo donde había de todo hubiera también un hombre con suficiente cachaza para cargar con ella. Ya desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda tentativa de convertirla en una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas se interesaba por darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple de que era boba. “Vamos a tener que rifarte”, le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los hombres. Más tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la bella, asistiera a misa con la cara cubierta con una mantilla, Amaranta pensó que aquel recurso misterioso resultaría tan provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante intrigado como para buscar con paciencia el punto débil de su corazón. Pero cuando vio la forma insensata en que despreció a un pretendiente que por muchos motivos era más apetecible que un príncipe, renunció a toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la tentativa de comprenderla. Cuando vio a Remedios, la bella, vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que era una criatura extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta que no fuera un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia tuvieran una vida tan larga. A pesar de que el coronel Aureliano Buendía seguía creyendo y repitiendo que Remedios, la bella, era en realidad el ser más lúcido que había conocido jamás, y que lo demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la abandonaron a la buena de Dios. Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas había empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.
-¿Te sientes mal? -le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.
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Gabriel García Márquez, Cien años de soledad
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